miércoles, 30 de mayo de 2012

¿Recortes o reformas en la Universidad? - Francisco J. Bastida

Francisco J. Bastida
Creerse en posesión de la verdad es malo. Apoyarla en una mayoría absoluta aún es peor. El resultado es gobernar por decreto-ley, despreciando el diálogo. ¿Para qué transaccionar con los que están equivocados? En su arrogancia, el ministro Wert aún debe de estar pensando el porqué del plantón que le dieron los rectores universitarios, enfadados por su ordeno y mando. Las formas pueden descalificar a una persona, y más a un político. Ahora bien, no tienen por qué descalificar sin más el contenido de sus decisiones.

La Universidad española lleva tiempo necesitada de una profunda reforma. El problema es que, sin crisis económica, el Gobierno no ve razón para soportar el coste político del cambio, y el mal se perpetúa. Con crisis económica, cualquier reforma que se introduzca siempre podrá criticarse como tijeretazo por necesidades presupuestarias. Al final, por unas u otras razones no se toca lo esencial y todo queda en lo más fácil, una reducción del gasto en personal y un aumento de las tasas académicas.

Lo cierto es que el análisis que hace Wert de la Universidad española es en muchas cosas razonable. La cuestión de fondo no está en qué medidas adoptar para resolver el problema, sino en ponerse de acuerdo en cuál es el problema. En las últimas décadas ha habido una deriva constante hacia un modelo de Universidad popular, intensificado por la descentralización autonómica. El resultado es el libre o fácil acceso a una Universidad de proximidad, incluso con titulaciones duplicadas para satisfacer intereses locales, y con unas tasas académicas ridículas; el importe de dos mensualidades en un colegio privado de Secundaria es más alto que muchas matrículas anuales universitarias.

No es sostenible el número de universidades que hay en España, ni el número de titulaciones que muchas de ellas ofrecen. Tampoco lo es la función que está cumpliendo la Universidad, una fábrica de parados y de encubrimiento del paro, con gente ociosa que pasa más tiempo en la cafetería que en el aula. El mayor error es pretender que toda la población tenga estudios universitarios. Como consecuencia, el nivel de exigencia de conocimientos para el acceso es mínimo y cada vez se amplía más el número de oficios que entran en la lista de titulaciones universitarias.

El desconocimiento del sentido del numerus clausus lleva a decisiones irracionales, como restringir de manera exagerada el acceso a los estudios de Medicina o de Fisioterapia y, en cambio, no poner filtro alguno para matricularse en el grado de Derecho. La Universidad no puede ser una cuestión de cantidad, sino de calidad para la investigación y para la mejor formación de cara al mercado laboral. La oposición al numerus clausus es una demagogia intolerable. Aunque haya suficientes profesores y aulas, sólo deben entrar en la Universidad aquellos que demuestren méritos académicos. Es una gran frustración comprobar cómo más de la mitad de los estudiantes que se matriculan en titulaciones sin numerus clausus muestran desde el inicio un desinterés por el estudio que los convierte en alumnos I+D (ignorancia+desidia). Esto lastra la enseñanza y la calidad de la Universidad; perjudica a todos, incluidos los que pierden sus mejores años vagueando por los campus.

Habrá que mejorar y mucho el sistema de becas, para que nadie con talento deje de matricularse en la Universidad por motivos económicos y en esto no se puede ser exigente pidiendo más nota a un becario que a uno que no tiene beca; incluso se debe admitir algún número de suspensos, porque normalmente el que accede a una beca es por unas circunstancias familiares y de entorno social que dificultan el éxito del estudio en relación con el que dispone de sobrados medios para estar en una Universidad pública o privada. El Ministro se equivoca cuando se muestra tan inflexible en materia de becas y nada dice del numerus clausus, pero es cierto que el precio de la matrícula universitaria es una beca general para todos los estudiantes.

La Universidad tiene que ser necesariamente elitista, no en el sentido social o económico, pero sí en el científico e intelectual, y esto es incompatible tanto con una Universidad popular, que poco valora el mérito y la capacidad, como con un sistema de becas escaso e injusto. Pero somos incapaces de corregir el rumbo y eso que si alguna institución pública necesita de una profunda reconversión esa es la Universidad. Sus males son tantos que habría que demoler sus estructuras para crear una nueva, organizada en torno a proyectos de docencia de investigación. El Ministro es consciente de esto, pero a la hora de la verdad lo acaba fiando todo a una comisión de expertos y, mientras tanto, aplica la cirugía de hierro a los más débiles y no a los más ineptos. Igual que los rectores, entretenidos en recortar en cosas menores sin reformar lo esencial, quizá porque ello les costaría el cargo.

Se afirma sin pestañear que estamos ante la generación mejor preparada y quizá hay que ponerlo en duda, porque con la misma rotundidad se dice que los estudiantes de Secundaria salen cada vez peor preparados. Salvo que se considere que estamos ante una Universidad milagrosa, ese cambio de lo muy malo a lo muy bueno hay que justificarlo. Al menos en mi experiencia, siempre ha habido alumnos excelentes y, si hoy salen mejor preparados, es porque disponen de más medios y los saben aprovechar. Pero los alumnos malos son más y peores que los de hace unos años, porque su indolencia y apatía intelectual es mayor, sin importarles la mayor atención docente que proporciona el «plan Bolonia» o los medios informáticos por los que acceder más fácilmente al conocimiento. Habrá que preguntarse si los recortes no deben empezar por prescindir de estas personas en los estudios universitarios y con ello se comienza de una vez a hacer reformas en serio en la Universidad, aunque ello suponga recaudar menos, cambiar la política educativa e incluso suprimir algunas universidades.


Francisco J. Bastida es Catedrático de Derecho Constitucional