sábado, 21 de julio de 2012

Recortes y descrédito de la Constitución - Francisco J. Bastida

Francisco J. Bastida 
Tantos recortes acaban por poner en entredicho el sistema democrático y la propia Constitución. Crece el descrédito de la política, arrodillada a los pies de la economía especulativa, crece el descrédito de la clase política, distanciada de la sociedad y enrocada en sus engaños, corrupciones y privilegios, y crece también el descrédito de la Constitución, el de las instituciones por ella reguladas y el de sus principios rectores de la política social y económica.

Se ha dicho que estamos de facto en un Estado de excepción parlamentario, porque el Gobierno prescinde del Parlamento y gobierna por decreto ley. En realidad, estamos ante algo más grave aún, un cambio de modelo constitucional por la puerta de atrás. Parece que sólo hay un precepto que cumplir, el nuevo Art. 135, introducido con nocturnidad y alevosía por PSOE y PP, que impone la estabilidad presupuestaria y da prioridad absoluta al pago de la deuda pública. El resto de la Constitución se pone a la cola.

Es cierto que la propia Constitución no da un mismo tratamiento a todos los derechos. Los llamados «fundamentales» (derecho a la vida, a la intimidad, a la libertad personal, etcétera) tienen una eficacia directa, mientras los derechos «sociales» (derecho a la protección de la salud, a una vivienda digna, protección de los discapacitados, de los mayores, etcétera) se articulan como meros principios rectores de la política social y económica. Pero los principios no son papel mojado, se enmarcan en el Estado social de derecho y son mandatos que la Constitución impone a los poderes públicos para que los cumplan en la mayor medida posible. Una cosa es el grado de cumplimiento y otra, una política que los margine y desprecie.

La Constitución dispone la preferencia del pago de la deuda pública y la exigencia de un equilibrio presupuestario, pero nada dice sobre cómo hacerlo. Lo que sí establece es cómo no hacerlo y para ello señala unas líneas rojas que no deben rebasar los poderes públicos. Esas líneas están trazadas en aquellos principios rectores de la política social y económica, en los principios que han de informar el sistema tributario y en la obligación general de los poderes públicos de remover los obstáculos para que la igualdad sea real y efectiva (Art. 9.2).

Sin duda, es difícil sentenciar cuándo se pisan tales líneas porque su contenido es gaseoso y, por ello, es problemático que un Tribunal Constitucional decida sancionar como inconstitucionales medidas que afectan a esta nebulosa de principios, pero gaseoso no significa inexistente.

Para obviar esta parte de la Constitución, el Gobierno afirma que sus medidas no son ideológicas y no obedecen a una determinada opción política, que son las necesarias e inevitables en el momento actual. Incluso exhibe Rajoy como prueba que siendo él de derechas ha tenido que nacionalizar un banco. (La verdad es que cada vez es más difícil saber si quien gobierna es Rajoy o Ruiz-Mateos, visto el pago piramidal de los intereses de la deuda con más deuda y la simpleza mental para explicarlo). Sin embargo, son ideológicas: una mezcla de neoliberalismo que abomina de lo público, salvo para sanear lo privado, y de centralismo que intenta con cada decreto ley incapacitar a las comunidades autónomas, imputándoles el origen del déficit. Una manifestación de esa carga ideológica es el efusivo aplauso de los diputados del PP a los recortes del Gobierno en políticas de ayuda a la dependencia o al desempleo. La diputada Fabra llegó a gritar «¡que se jodan!».

Pero además de ideológicas, las medidas pisan esas rayas rojas de la inconstitucionalidad; de manera clara en el terreno competencial de las comunidades autónomas y de manera más difusa, pero perceptible, en el campo de los principios rectores de la política impositiva, social y económica. Hay otras vías para recaudar y hay otras materias donde recortar. El Gobierno transita por una dirección contraria a la establecida en la Constitución cuando, para poder insuflar más dinero a los bancos a través del endeudamiento público, opta de manera sistemática por una fiscalidad que deja a salvo a las grandes fortunas e incluso amnistía a los grandes defraudadores, cuando los recortes pierden todo sentido de equidad y caen del lado de los grupos más vulnerables de la sociedad (parados, personas dependientes, pensionistas, inmigrantes, etcétera) o cuando decide privar de la paga extra a los funcionarios con un claro sentido confiscatorio (lo de diferir su pago a un plan de pensiones suena a supresión de futuras pagas extra, no sólo la de Navidad, para endilgar a los funcionarios una especie de «participaciones preferentes», de ilusorio cobro). Dicho con trazo grueso, el resultado político es un Gobierno que actúa como un Robin Hood en negativo, le mete mano a los pobres y a la clase media en beneficio de los ricos. El resultado jurídico es que los recortes alcanzan también a la Constitución. La pregunta está en cuánto se puede seguir metiendo la tijera al Estado social de derecho sin que el Tribunal Constitucional certifique que se han rebasado las líneas rojas de nuestra norma fundamental.

En todo caso, más allá de disputas jurídicas, los ciudadanos son los que pueden y deben mostrar al Gobierno las líneas rojas de su actuación. Para ello no habrá que esperar a las próximas elecciones, sólo a que explote el cabreo social, aunque al parecer apenas existe, según el nuevo patrón de medida utilizado por Esperanza Aguirre, el estadio Santiago Bernabeu.