domingo, 16 de septiembre de 2012

La revolución divertida - Ramón González Férriz

Ramón González Férriz
En los años sesenta aparecieron movimientos contraculturales que querían cambiar el mundo. Querían más libertad sexual, el fin del consumismo capitalista y un reencuentro con la naturaleza. Sus proclamas aparecían en la televisión con música pop de fondo, y parecían en verdad el inicio de una revolución. Sin embargo, sucedió algo inesperado: esas formas de vestir y hablar extravagantes, esa música estridente y esa rebeldía vital ilimitada no solo no acabaron con el capitalismo, sino que pasaron a formar parte del sistema y fueron asumidas por la publicidad, las grandes empresas y hasta la propaganda política.

Desde entonces, las revueltas de esa clase se han multiplicado, repitiéndose una y otra vez -en España, por ejemplo, sucedió con la movida madrileña en los ochenta o con los movimientos antiglobalización en los noventa-, pero su destino siempre ha sido el mismo: la disolución de sus propuestas políticas, el triunfo de su estilo y su cultura, y el surgimiento de una figura singular: el rebelde burgués. Por el camino, la revolución pasó de una categoría política a una lúdica, más practicable y atractiva y, por tanto, con muchas menos consecuencias reales.

En mayo de 1968, poco después de las manifestaciones juveniles que habían tenido lugar en París, el primer ministro francés, Georges Pompidou, advirtió que «nuestra civilización está siendo cuestionada. No el gobierno, no las instituciones, ni siquiera Francia, sino la sociedad moderna materialista y carente de alma». Tal vez fuera algo exagerado, pero sin duda los muchachos que ocuparon la universidad y las calles parisinas también lo creían así: les parecía que nuestra civilización, la civilización occidental, estaba esencialmente mal. Por supuesto, no les gustaba el gobierno, ni la regulación de las universidades, ni ver coartada su libertad sexual, pero por encima de todo creían que el capitalismo de posguerra y la cultura burguesa habían acabado con la autonomía de los individuos y sus más íntimas necesidades de expresión. Las autoridades no comprendieron estas reivindicaciones -no debió de ayudar, sin duda, el lenguaje a veces incomprensible, a veces infantil, de los jóvenes-, y las tomaron por una revuelta comunista. En realidad, no era eso: es cierto que muchos manifestantes simpatizaban con el maoísmo y su Revolución Cultural, pero no pretendían dar un golpe de Estado.

Quizá por primera vez en la historia, la revolución no estaba destinada a expulsar violentamente a los poderosos y sustituirlos. Esos jóvenes -a diferencia de los obreros franceses también movilizados en esa época, cuyas reivindicaciones eran clásicamente sindicalistas- carecían de un programa, de unas propuestas legislativas, de un modelo de convivencia para el día después. Aunque de haberlo tenido, poco habría importado: en las elecciones convocadas a toda prisa por el presidente De Gaulle, celebradas la última semana de junio, su partido, la Union pour la Defénse de la République, arrasó y la izquierda se desplomó. Es cierto, sin embargo, que aquellos jóvenes no estaban muy interesados, al menos entonces, en la política de partidos.